lunes, 9 de junio de 2025

dejar de fumar me cambió la vida

 



foto: Ángel Martínez Barseló


Paso a contar la historia que lo cambió todo.

Yo era un tipo amargado, apenado, desengañado de la vida, de la gente, inadaptado, aburrido de mi trabajo, de mi mujer y de muchas otras cosas, todas negativas. Un día decidí hacer algo al respecto, cambiar cosas. Empezaría por algo sencillo, un logro asequible que me hiciera sentirme orgulloso de mí mismo. Dado mi estado de ánimo y la hipoteca, tenía que ser algo importante para mí pero que no costara mucho lograrlo, que no supusiera demasiado sacrificio ni dinero.

Dejar de fumar es relativamente sencillo, eso me puede valer, pensé aquel día. Sopesé los pros y los contras, y todo eran ventajas: tu cutis se recupera, tus pulmones se recuperan, tu economía se recupera, tu olfato se recupera, tu gusto culinario se recupera, tu forma física se recupera... Vamos, que es una delicia, la superrecuperación. El reciclaje más barato que puede existir, uno que escapa, importante para mí, al capitalismo, sin clínicas, sin gastos adicionales. Simplemente hay que decidirlo y hacerlo.

Dejar de fumar solo tiene un camino recto e inequívoco hacia la felicidad. Y además, si no lo logras, ¿qué pierdes?

Recuerdo todos los pasos que seguí. La ansiedad fue lo peor. La solventé a base de Chupa Chups. Cuando mi barriga adoptó la forma de uno (chupa-chups), decidí pasar a los sin azúcar. Os puedo asegurar que son difíciles de conseguir, y más caros incluso que el tabaco. Quería mi reciclaje pero manteniendo mi cuerpecito de alambre. Hacía esfuerzos, de todo tipo, llegué incluso a las 25 flexiones matinales diarias. Pero la barriguita se había anclado. Un delirio. Yo, que siempre había sido un palillo, pasé a ser un Chupa Chups. Finalmente llegué a la conclusión de que aquella forma de caramelo con palo que había adoptado mi cuerpo era consecuencia, aunque el médico no veía relación, de una extraña alergia a la isomaltosa o al jarabe de maltitol. Decidí dejar los Chupa. Doble ansiedad. Otra adicción menos. Volví a pensar en todos los pros. Quería reciclarme, reconvertirme. Me puse manos a la obra con fuerzas renovadas.

Una tarde, en el parque, me senté al lado de un señor mientras me comía siete palmeras de chocolate. Su aspecto era el de un gran experto en adicciones. Le comenté mi problema. Decidí hacerle caso. El nuevo plan era, según él, como aseguran los cánones, beber agua cada vez que tuviera ganas de fumar.
—Se acabaron los problemas. El agua abundante es la solución.

Pero el agua no calmaba mi ansiedad. Además, leí no sé dónde que no era bueno beberla en exceso, y yo ya pasaba de ocho litros al día. Me pasaba el rato en el lavabo. Eso, sumado a mi mal humor por la lucha con la doble adicción, afectaba a mi relación con mis compis de curro. Empezaron a mirarme mal. Concluyeron que me metía al lavabo a fumar, y eso estaba tremendamente mal visto en la oficina del cuarto B (la que fuma en el lavabo es Beatriz).

Decidí dejar el agua. La cambié por cerveza. También me planteé volver a los Chupa Chups y centrarme en una sola adicción.

La ansiedad me podía. Finalmente, recurrí de nuevo a lo dulce: el mono, la castellana, Marie Brizard, Pipermint, orujo de hierbas... Nada de eso evitaba mi sufrimiento. Me pasé al whisky, al ron, al vodka. Todos por separado y después mezclados. Me despidieron del trabajo. Menudo chasco se llevarían al ver que el tufo a tabaco del lavabo no desaparecía. Ja.

Las mañanas, después de aquellas largas jornadas alcohólicas, eran un poco movidas. Literalmente movidas: mis manos no paraban, se me caían las cosas. Eso lo solucioné desayunando carajillos. Muchas noches, por alguna razón, no despertaba en mi cama. Abría los ojos y estaba en cualquier lugar de Madrid. A veces, ni siquiera sabía dónde.

Mi mujer no aguantó tanto trajín y me despachó. Para desahogar mi sexualidad y suplir la falta de cariño, empecé a frecuentar prostíbulos.

Aquel amanecer, una vez más, no tenía claro dónde estaba. Estaba tumbado en un suelo liso y frío. Ciertamente, no era mi cartón. No me atrevía a abrir los ojos. Quería que aquello fuera un sueño. Me acurruqué con fuerza e intenté volver a dormirme. No quería certificar la realidad que me rodeaba. Ahí estaba, ovillado, cuando tuve una experiencia trascendental. Noté unas insistentes pataditas en mi hombro izquierdo (el que estaba apoyado en el suelo). Abrí los ojos, miré hacia arriba. Ahí estaba él. Era muy alto, casi infinito. Zapatillas de bota blancas, calcetines blancos hasta la rodilla, muslos lechosos y perfectamente depilados, pantalón corto, camiseta de un blanco Ariel, barba y pelo totalmente canosos. Me miró, imperturbable, con su azulada mirada, y me dijo con voz recia y convincente:

—Hijo mío, todos los pros de dejar de fumar, en tu caso, son mentira. Una patraña. Mira cómo estás: arruinado, multialcohólico, impotente. Y lo triste es que sigues yendo con prostitutas que te quitan el poco dinero que tienes, sin siquiera sobarte. Te han dejado todos tus seres queridos. No te fían en los bares. Duermes en la calle.
Por amor de Dios —(os juro que estas palabras sonaban con una reverb bestial, como la de un pabellón de baloncesto vacío)—
VUELVE A FUMAR.

Me levanté. Tiré. Fallé. Salí a la calle y cogí una colilla del suelo. Me supo a gloria.

La verdad es que  esto es lo mejor que me ha pasado en la vida. Me he ventilado al ogro de mi mujer, a los capullos de la oficina. Ahora hago trabajos liberales al aire libre. No me acerco al amor, lo que me ahorra mucho sufrimiento interior. En resumen, me he aceptado a mí mismo. Esta experiencia me ha servido para readaptarme. Me he reorganizado.

Ahora soy fumador, alcohólico y comedor de Chupa Chups. Pero cada cosa en su momento, sin mezclar.

Vi la luz. Y me ayudó.

Espero que esta historia os sirva de ejemplo. Los pros y los contras de las cosas no son siempre iguales para todos.
Al fin soy feliz.