Me puse en la cola porque una chica con cara de pocos amigos me lo ordenó mientras yo curioseaba. Todo empezó el día 7 de octubre, cuando leí aquel anuncio, aquella curiosa nota. Estaba en un momento de total estabilidad: todo me iba bien, mis hijos aprobaban todo con notas sobresalientes. Fernando, el pequeño, era campeón de ajedrez; María, una violinista fabulosa; y Julia, una portentosa alpinista que, con sus 28 años, ya había coronado tres ochomiles.
Con mi mujer todo era amor y abundante sexo maravilloso, un caso curioso según mis amigos de copas de los jueves, que, con el paso de los años, han perdido la apetencia sexual. Cada vez que hablan de eso, flipo bastante. De hecho, no sé cómo pueden vivir de esa manera. En la empresa estoy mejor que nunca, trabajo poco y gano más. Mi mayor preocupación es cómo matar esas horas muertas en la oficina. Ojeo todos los periódicos que me trae cada mañana Luisa. Las noticias ya me aburren y, últimamente, me he aficionado a leer minuciosamente los anuncios. Los del ABC me gustan mucho, pero aquel que leí en La Vanguardia me llamó especialmente la atención.
En un primer momento me pareció una broma, una tontería:
“Soy una chica de mediana edad y el día 25 de octubre tengo una cita contigo en el Centro Aragonés de Barcelona. Dejaré que me veas a solas durante tres segundos y será algo que jamás olvidarás. Te daré lo que quieres tener y que ya no echas de menos porque, hace tanto que no lo sientes, que ni siquiera lo deseas.”
No le presté demasiada atención. Más bien pensé: “una pirada”. Pero aquel anuncio se convirtió en un gusano cerebral, como esas canciones que no puedes sacarte de la cabeza. Estuvo ahí, durante varios días, ocupando gran parte de mi vida.
El día 25 tenía que estar en Barcelona y, no sé cómo fue, pero pasé por la calle Joaquín Costa. Ni siquiera sabía que el Centro Aragonés se encontraba en ese lugar. La cola era impresionante. Me puse a curiosear: era un continuo entrar y salir de gente, personas de lo más variopintas, todas ellas en riguroso orden. Personas con caras largas, gente sonriente, indigentes, indios, chinos, negros africanos y de otros lugares, gentes de todas las razas. También había algún grupo de jóvenes riéndose, universitarios, currantes con mono azul, frikis, tullidos, un jugador de baloncesto famoso, el Sisa… Un sinfín de personas en rigurosa fila india. Un resumen de la ciudad y del barrio. Dos municipales vigilaban.
La masa de gente se movía a gran velocidad; entraban y salían sin pausa. Era interesante ver cómo dejaban el lugar: unos sonrientes, otros llorando, otros corriendo. Mi curiosidad empezó a despertar. Fue entonces cuando oí la voz de aquella chica que me dijo: “A la cola, como todo el mundo”. No sé si fue por no llamar la atención o por su voz de mando, pero me puse el último de la fila. En realidad, el penúltimo, ya que había un tal Quimi que daba paso a todo el que llegaba y él se situaba continuamente en último lugar. Su cara me sonaba de algo.
La cosa iba rápida. Mi turno. Entré. La vi. Y me dio un vuelco el corazón.