The Fool On The Hill, versión de Castafiore 1995, disco Campos de Fresas (Diego Martínrez de Pisón, guitarra, Iñaki Askunze, saxo, Coco Balasch, bajo y Jesús Fandos, batería)
Si un
grupo musical me marcó de jovencito y antes (de niño), ese fue los
Beatles. Mi devoción, mi amor, mi música durante muchos años
fueron de forma casi exclusiva los Beatles;
una actitud radical que me convertía un poco en
marciano. Mientras mis compañeros de colegio escuchaban y adoraban
a los grupos de moda, pongamos el caso de Boney M, yo
seguía en mis trece con los Beatles y sólo en ellos veía la
verdadera música, sólo ellos ahondaban en lo más profundo de mi
corazón y razón.
En mi
estuche del cole
tenía pegados los nombres de Paul, John, Ringo y
George (en terciopelo negro). Como contraste, las chicas de clase
tenían escrito en su estuche o libretas el nombre de Kabir Bedi
(nombre y fotos o fotos o foto).
Dejamos
el cole.
Llegó el momento de plantearse algo que estudiar, aparte de la
música. Me encantaba dibujar y eso, supongo, me llevó a cursar
delineación; rápidamente me di cuenta que tenía más que ver con
las líneas que con el dibujo (falta de información antes de
elegir), más con la exactitud, con la pulcritud que con lo
artístico, más con lo perfecto que con la imaginación, ¿la
improvisación? no tenía cabida; de todas maneras no se me daba mal,
sólo era cuestión de repetir. Enseñanza “moderna”, rotring y
lápiz del dos, y tipos con doble trabajo (muchos, aparte de ser
profesores, trabajaban en otro lugar) que te enseñaban buenamente lo
que sabían (no se puede enseñar lo que no se sabe). Viendo el
ambiente, decidí jugar entre dos aguas, una lo establecido y la otra
mi mundo paralelo (en el cual he pasado muchos ratos durante mi
vida), un mundo paralelo que también te aporta, vas amasando
información, ampliando tus conocimientos de forma autodidacta (eso
sólo es una faceta de este mundo). También había buenos profesores
de los cuales aprendí muchas cosas, no sólo de la asignatura, sino
también de la vida (de los que no eran tan buenos también aprendí
muchas cosas). Intentando ampliar mi conocimiento (en lo que más me
gustaba), me inventé un juego que practicaba con mi compañero de
clase Marc, el “pianista” de los cráneos sonrientes (ver
historia “ADELANTE” en este mismo blog) y damnificado de mi
locura Beatles desde EGB. Reglas del juego: en el recorrido que hacíamos
andando a diario hacia el autobús, él o yo empezábamos a cantar
una canción de los Beatles y mientras uno iba cantando la canción,
el otro, antes de que acabase (la canción), tenía que cantar otra y
cuando el otro emprendía con la nueva pieza tenías que pensar en la
siguiente canción y cantarla, y así sucesivamente, y cuando a uno
de los dos no se le ocurría una nueva, perdía. No recuerdo que
perdiese nunca ninguno, el juego duraba tres kilómetros, más o
menos, pero los de Liverpool daban para mucho. También sucedía en
ocasiones (nunca he tenido afán competitivo) que a uno se le ocurría
una canción que nos gustaba mucho o tenía voces y dejábamos el
juego para cantar a dúo. Con eso quiero dejar claro hasta que punto
me gustaban los melenudos de Liverpool, por aquel entonces ya
trasnochados.
Un
buen día, en clase de literatura, que la daba un profe
(de los buenos; es una opinión) que en tiempos no democráticos, o
menos que ahora, o no, o algo parecido, en otros tiempos, se pasaba
el rato entre la Modelo (Barcelona) y las clases (Manresa); un par de
años más tarde, me lo cruzaba en los pasillos cuando estudiaba
música en el Sclat, era aficionado al saxo. Volvamos al hecho. Un
día, en clase, el profe
saxofonista mandó un trabajo para todos, una charla sobre algo que
nos gustase y aquí es cuando me fijé en Carbonell. Carbonell empezó
su charla y hablaba y hablaba, con datos y más datos, dando detalles
de ellos, citas y cosas que jamás había oído, era otro marciano,
qué digo marciano, ése
era jupiteriano o de más lejos. No paraba de soltar
reseñas, parecía que se lo estaba inventando. Yo el
gran fan de Harrison, el que se había pasado la vida escuchando y
hablando, tratando de convencer a la gente de que la única música
válida, que lo mejor de la historia habían sido los Beatles, que el
día que volviesen a juntarse se convertiría en una fecha a
conmemorar en todo el planeta (tierra). Yo, su fan nº 1, estaba
apoltronado en la silla de mi pupitre, sentado escuchando al enano,
el tipo ese, que era un chulo, soberbio; encima con ropa, compases,
reglas, portaminas, todo de marca y hasta tenía una regla flexible
para afrontar los elipses sin compás; y el tío ahí hablando de mis
ídolos, más informado que nadie, anécdotas graciosas que sacaban
carcajadas a la clase (y eso que el tío no tenía ninguna gracia),
seguramente sabía más de ellos (de los Beatles) que ellos mismos.
Tenía que hacerme amigo suyo, amigo del tipo que había herido mi
ego, o por lo menos acercarme a él y saber de donde había sacado
tanta información (no existía internet); aún me quedaba la
esperanza de que fuese un mentiroso hablando de un tema que sabía
firmemente que nadie de clase controlaba lo suficiente para
rebatirle. Este mismo día, junto a Marc, que tiene don de gentes,
nos acercamos a él. Efectivamente era un chulillo, pero buena gente
(coño, le gustaban los Beatles y además de manera sincera).
Empezamos a hablar de los Beatles y a los pocos días nos invitó a
su casa, ¡qué casa!, ¡qué pasada! Entramos y no había nadie (los
padres trabajaban en estos trabajos de película, arquitecto y
abogada, trabajaban padre y madre, cosa rara en aquel momento), él
se manejaba a sus anchas, se encendió un cigarro (pecado), se puso
un whisky (pecado mortal), nos metió en su habitación (alucinante),
con su moqueta azul de pelo de angora, el mundo Beatles ante
nosotros, posters, fotos, miniaturas,
bolis, chapas, gafas Lennon, un bajo Hofner con
forma de violín en un rincón y discos, ¿discos?, todos los discos
y otros, libros, ¿libros? ¿hay gente de mi edad que lee libros en
lugar de cómics?, bueno, siendo de los Beatles, yo también los
leería, un chaval que tenía todo lo que quería y lo que quería
eran los Beatles. Después de mucho rato aguantando al tipo, bueno,
en realidad yo disfruté mucho, oí canciones que jamás había oído,
él lo tenía todo, ¡qué pasada!, le convencí de que me dejara un
disco, “mañana te lo devuelvo”, me fijé en una grabación, Live
at the Hollywood Bowl, “mañana te lo devuelvo, hermano, te
quiero, eres muy guay”; no sé si fue por su dopaje o qué, pero me
lo dejó.
Emprendimos
el regreso a casa, estaba entusiasmado, un disco flipante, no
parábamos de hablar del tema, de la suerte que teníamos de haber
coincidido con Carbonell, una alegría que me llenaba la mente de
sueños, empecé a dar saltos y entonces fue cuando el vinilo se
salió de su funda y cayó al suelo y, para no dejar duda de que el
disco estaba dañado después de tan aparatosa caída, lo pisé (sin
querer), A hard Day's Night, All My Loving, arrastrándose por
la acera de baldosa gris con relieve circular bajo mi pie, no os
podéis imaginar el espatarramiento (los discos resbalan a gran
velocidad), al final del espagat me pareció oír las últimas notas
del Help, la cara B había sido dañada de gravedad, la había
restregado y la rayé, y me rayé. ¿Ahora qué? Todo nuestro gozo en
un pozo, el amigo Carbonell y su amplia colección se desvanecía, se
rompía, todo estaba perdido y además, ¿cómo comprar un disco? si
no teníamos ni para un bocata en la hora del recreo. ¿Todo perdido?
Quizá no. Nos quedaban otros tres kilómetros para pensar y nuestras
mentes se pusieron en funcionamiento. Casualmente pasábamos delante
de la casa de los gitanos del río (personas de mala fama, aunque os
puedo asegurar que nunca habían causado ningún problema) que vivían
al lado de la compañía del gas (así el del gas, que les había
regalado la casa, no tenía que pagar seguridad; nadie se atrevía a
acercarse.”Teoría propia”).
Empezamos a cavilar el embuste: los gitanos nos
quisieron robar, nos defendimos y nos pegaron, pero logramos salvar
el disco, eso sí, algo estropeado. Otro problema: si nos pegaron,
alguna señal nos habrían tenido que dejar, alguna herida.
Al día
siguiente, antes de volver a clase, quedamos con unas amigas mayores.
Una de ellas había sido enfermera, se trajo vendas y nos dejó
hechos unos cromos; parecía que nos habían dado un paliza
impresionante.
Para más realismo usamos también el truco del lápiz con papel
(pintar el papel con lápiz y restregártelo en el ojo), así parece
que tengas el ojo morado (sólo me lo moré yo). Entramos en el
vestíbulo del centro estudiantil, todo el mundo nos preguntaba y
nosotros venga a contar la historia, todos flipaban, todos menos
Carbonell, ya que no estaba como era habitual (siempre llegaba tarde
a clase, por lo menos esta práctica nos serviría para cuando
hablásemos con él). No podíamos aguantar más, decidimos ir a
buscarle a su casa (vivía al lado) y de paso devolverle el Hollywood
Bowl lesionado (éste de verdad) a su dueño, previa historia
(ésta
de mentira). Nos dirigíamos a nuestro destino con la confianza que
nos daba el haber contado nuestra aventura y haber observado que todo
el mundo se la había tragado. Llamamos al timbre, subimos, nos abrió
la puerta, nos miró y soltó un “¿de qué coño vais
disfrazados?”, un desastre; aparte de chulo, soberbio y rico, era
listo, el único que no se tragó el cuento.
No nos apalizó ahí mismo mientra ilustrábamos la historia pactada,
ya sin ninguna confianza en ella, porque era un enano. Pero, por
decencia, tuve que llegar a un pacto con él:
le regalé a cambio dos singles originales que tenía y por supuesto
nunca más pude volver a entrar en su museo Beatles.
*Ahora yo también tengo todos los discos de The Beatles.