Les sabots d'Hélène, intérprete y autor, Georges Brassens.
Esta
costumbre que siempre me ha acompañado es sin duda herencia de mi
madre.
Siempre
llevaba zapatos chulísimos (yo) que ella me compraba (mi madre) y
siempre me he fijado mucho en ellos (zapatos en general). En
ocasiones, cuando veo unos zapatos sucios, recuerdo una historia que
Maria Balasch me contó alguna que otra vez durante su vida. También
recuerdo otras muchas historias que me contaba, como el día que los
aviones del ejército nacional (como si el de la república fuese de
otro país) aparecieron y empezaron a ametrallar a la gente (civiles)
que iba por un camino cerca del Xup (barrio de Manresa); entre ellos,
mi iaia Trini (Trinitat Caballol); mi iaia, la de las setas, una
guerrera (algún día os hablo de ella), iba con mi madre (niña); se
tuvieron que lanzar al campo de trigo (mi madre pasó mucho miedo, mi
madre siempre tuvo miedo a la violencia). Que me voy (qué facilidad
tengo para no ir al grano). Los zapatos.
Un
buen día, un pretendiente (de buena familia) tenía que venir a
buscar a mi madre para llevarla al cine. Mi madre, de joven, era como
una muñequita (descripción de mi tía Adelina). El joven mozo,
ilusionado y seguro de sí mismo, golpeó cuatro veces fuertemente
con la mano metálica contra la puerta de la calle; no es que fuese
manco, no os imaginéis a un chaval con una prótesis de hierro (¿me
estoy yendo del guión?), la mano de metal era un golpeador de hierro
con forma de mano (yo lo conocí, me encantaba jugar con el
golpeador) que hacía la función de timbre y de aviso; si golpeabas
una vez es que ibas al primero, si lo hacías dos veces es que ibas
al segundo, después de picar, esperabas respuesta, que te dieran
permiso y si no había nadie en el piso te ahorrabas la escalada. En
esta ocasión, mi iaia es la que se asomó al balconcito del cuarto
piso del número 20 de la calle de la Miel (este edificio ya no
existe), así mi madre ganó un tiempo extra para acabar de
arreglarse mientras el guapo y joven pretendiente subía por primera
vez la estrecha escalera, un túnel sombrío con peldaños de terrazo
rojizo rematados en madera. Llamó a la puerta (esta vez con la mano
de carne y hueso, la suya) que abrió la viuda Trinitat Caballol (mi
iaia). El joven esperó en la puerta y la iaia Trini llamó a mi
madre. Maria, guapísima y jovencísima, se acercó a la entrada,
abrió la puerta y vio al chico de traje y bien peinado y, como era su costumbre, se fijó en los zapatos; en aquel caso, los del adinerado
joven eran unos zapatos de piel negra, lujosos mocasines sin limpiar.
Sucios, qué repugnancia, zapatos sucios, qué tipo de valor le daba
a la cita el chico si ni siquiera se había limpiado los zapatos. Mi
madre, ni corta ni perezosa, le cerró la puerta en los morros y por
supuesto nunca más volvió a saber de él, rompió con él antes de
la primera cita, lo dejó plantado por y con sus sucios zapatos. Y
esta herencia me guardo y siempre me fijo en los zapatos y, cuando
veo a alguien con los zapatos sucios, recuerdo a Maria Balasch y
cobro su herencia, recibo su mensaje, recuerdo, me acuerdo, aún sin
haber estado ahí, de los zapatos sucios de aquel joven, celebro la
actitud de mi madre aquel y otros tantos días de su vida; cada uno
tenemos nuestros valores sobre las cosas, admiro a la gente que no
los quebranta y, sobre toda esa gente, a Maria Balasch Caballol.