martes, 31 de julio de 2012

ZAPATOS SUCIOS



Les sabots d'Hélène, intérprete y autor, Georges Brassens.



Esta costumbre que siempre me ha acompañado es sin duda herencia de mi madre.
Siempre llevaba zapatos chulísimos (yo) que ella me compraba (mi madre) y siempre me he fijado mucho en ellos (zapatos en general). En ocasiones, cuando veo unos zapatos sucios, recuerdo una historia que Maria Balasch me contó alguna que otra vez durante su vida. También recuerdo otras muchas historias que me contaba, como el día que los aviones del ejército nacional (como si el de la república fuese de otro país) aparecieron y empezaron a ametrallar a la gente (civiles) que iba por un camino cerca del Xup (barrio de Manresa); entre ellos, mi iaia Trini (Trinitat Caballol); mi iaia, la de las setas, una guerrera (algún día os hablo de ella), iba con mi madre (niña); se tuvieron que lanzar al campo de trigo (mi madre pasó mucho miedo, mi madre siempre tuvo miedo a la violencia). Que me voy (qué facilidad tengo para no ir al grano). Los zapatos.
Un buen día, un pretendiente (de buena familia) tenía que venir a buscar a mi madre para llevarla al cine. Mi madre, de joven, era como una muñequita (descripción de mi tía Adelina). El joven mozo, ilusionado y seguro de sí mismo, golpeó cuatro veces fuertemente con la mano metálica contra la puerta de la calle; no es que fuese manco, no os imaginéis a un chaval con una prótesis de hierro (¿me estoy yendo del guión?), la mano de metal era un golpeador de hierro con forma de mano (yo lo conocí, me encantaba jugar con el golpeador) que hacía la función de timbre y de aviso; si golpeabas una vez es que ibas al primero, si lo hacías dos veces es que ibas al segundo, después de picar, esperabas respuesta, que te dieran permiso y si no había nadie en el piso te ahorrabas la escalada. En esta ocasión, mi iaia es la que se asomó al balconcito del cuarto piso del número 20 de la calle de la Miel (este edificio ya no existe), así mi madre ganó un tiempo extra para acabar de arreglarse mientras el guapo y joven pretendiente subía por primera vez la estrecha escalera, un túnel sombrío con peldaños de terrazo rojizo rematados en madera. Llamó a la puerta (esta vez con la mano de carne y hueso, la suya) que abrió la viuda Trinitat Caballol (mi iaia). El joven esperó en la puerta y la iaia Trini llamó a mi madre. Maria, guapísima y jovencísima, se acercó a la entrada, abrió la puerta y vio al chico de traje y bien peinado y, como era su costumbre, se fijó en los zapatos; en aquel caso, los del adinerado joven eran unos zapatos de piel negra, lujosos mocasines sin limpiar. Sucios, qué repugnancia, zapatos sucios, qué tipo de valor le daba a la cita el chico si ni siquiera se había limpiado los zapatos. Mi madre, ni corta ni perezosa, le cerró la puerta en los morros y por supuesto nunca más volvió a saber de él, rompió con él antes de la primera cita, lo dejó plantado por y con sus sucios zapatos. Y esta herencia me guardo y siempre me fijo en los zapatos y, cuando veo a alguien con los zapatos sucios, recuerdo a Maria Balasch y cobro su herencia, recibo su mensaje, recuerdo, me acuerdo, aún sin haber estado ahí, de los zapatos sucios de aquel joven, celebro la actitud de mi madre aquel y otros tantos días de su vida; cada uno tenemos nuestros valores sobre las cosas, admiro a la gente que no los quebranta y, sobre toda esa gente, a Maria Balasch Caballol.