Fotos de Ángel Fernández Balasch
Audio. Patufet, Diego Martínez de Pisón, guitarra, Pedro Lacarra, saxo, Coco Balasch, bajo y Jesús Fandos, batería.
En
ocasiones te mereces un premio; la gente lo sabe, tú lo sabes y no te lo llevas. En otras ocasiones
no te lo mereces y te lo dan por error (con sobornos y otras tretas
de mal gusto, creo que también te lo pueden dar).
Fuimos con mis padres a una preciosa sala;
había unos cuantos dibujos colgados en sus paredes, entre ellos uno
era el mío, Angelito de cuatro años cuando logré ganar mi primer
premio. Me regalaron un cuento precioso que me he leído cientos de
veces, un clásico de la literatura infantil francesa La chèvre
de Monsieur Seguin, un libro de Alphonse Daudet, una de
las historias que incluye en su libro Lettres de mon moulin,
un premio que no sé si me lo merecía o no (no recuerdo tanto), pero
me lo dieron y esta vez lo conservé, nunca tiro libros, una realidad
de mi afrancesada vida infantil. Feliz. Durante las múltiples
lecturas que he hecho de él recuerdo haber pasado miedo con el lobo;
además tiene un final nada común en un libro infantil, me marcó,
me mostró que en la vida no sólo es importante ganar, también es
importante intentarlo, luchar por tus sueños hasta sus últimas
consecuencias, la importancia de luchar por ser libre. Guardo.
La
segunda vez que me merecí un premio no me lo llevé. Era un concurso
de setas, Angelito de nueve años, me acompañó mi iaia, la Trini,
la Trinitat Caballol (algún día os cuento algo de esta guerrera
apache). Nos adentramos en el bosque, iba con la mejor de las guías
posibles. Mi iaia me acababa de regalar un bastón
suizo que aquel día estrené.
Ella no se agachó ni una sola vez que no fuese para
llenar su cesta de deliciosas y variadas especies comestibles.
Yo era el concursante y tenía que recoger las setas
para mi cesta, claro que me llevaba por sitios donde era fácil
encontrar. Concurso de especies: el tema es ir cogiendo todo lo que
ves y el chaval con más variedades es el ganador.
A la hora convenida llevabas la cesta al Ramón
Pascual, que esperaba las cestas en una mesa a la salida del bosque y
las clasificaba (las setas).
Vimos cómo uno de los participantes iba cogiendo
ejemplares de otras cestas amigas y eso le valió para empatar
conmigo;
de esta familia podría hablar largo y tendido (la del tramposo), no
me gustan los fulleros. Bueno, sólo una anécdota. Un día la gorda
(descripción) de su madre (del niño tramposo y tramposa ella) vino
a casa, por un asunto que no viene al caso (feo asunto, eran unos
liantes) y entró con su perro y mi gata, que no aguantaba este tipo
de animal inferior (pensamiento gatuno), decidió atacar a la mascota
del mastodonte (ensoñación infantil), el canijo (el perro) se
escondía entre las piernas de su dueña y mi gata repartió por
igual zarpazos al guau-guau como a las piernas del diplodocus
(ensoñación infantil), piernas que acabaron totalmente
ensangrentadas (real). Que me voy. El día de la entrega de premios
(en el salón de actos del Ateneu de Manresa) me quedé con dos
palmos de narices al ver que a él le daban la copa de ganador y a mí
el libro de segundo clasificado (habíamos empatado, pero la vida
siempre te devuelve lo que te debe) titulado Safari en África o
Uganda o … conclusión: sólo había una copa y,
por no discutir y por ser elegante y afrancesado y más, me quedé
con el maldito libro, historia que intenté leer en varias ocasiones,
pero no me salió.
Pasaron
varios años hasta que volví a competir.
Nunca he tenido este espíritu competitivo, quizá
secuelas de esta injusticia nunca he valorado los premios y ni
siquiera los he guardado, no he guardado ninguno de los galardones
que he ganado en mi vida, que han sido un montón (no es broma).
Todos están en la basura.
Tampoco guardo ni un recorte de prensa de mis
actuaciones, entrevistas o carteles (carteles alguno, por su valor
artístico);
ni tan siquiera tengo todos los discos en los que he grabado, pero
hay un trofeo que guardo (el libro de la chèvre, también),
una medalla de primer clasificado. Hoy la he visto.
Toda mi vida he pensado que la he guardado desde 1979
por ser de ajedrez, por ser un premio de un deporte que me
entusiasma, del juego más divertido que conozco y del cual admiro
mucho a sus practicantes (actualmente mi ídolo es Carlsen), un primer clasificado de ajedrez; pero hoy hacía mucho que no la
veía (siempre ha estado en casa, pero no tiene un lugar concreto) y
como últimamente me está dando por el autoanálisis, al ver el
galardón después de tanto tiempo, he dudado ¿por qué de todas las
loas de mi vida sólo conservo ésta?
Quizá
no es por ser de ajedrez, demasiado simple, ¿no será porque este
premio no me lo merecía? Porque éste es un premio que nunca me
merecí, y eso que siempre he estado seguro y siempre he aseverado
que el que gana un torneo de ajedrez es porque ha sido el que mejor
ha jugado. Pero en este caso no me lo merecía.
Estaba
estudiando delineación en Manresa. En este momento de progreso y de
reciente democracia había muchas ganas de hacer cosas culturales.
El centro de estudios, aún teniendo mala fama,
organizaba actividades muy interesantes y, entre ellas, se organizó
un torneo de ajedrez, torneo de San Juan Bosco de ajedrez.
Se encargó de organizarlo un chico mayor que yo que
vivía en mi calle. Tenía
fama de buen jugador.
Nunca había jugado contra él, pero eso era algo que
se sabía. Como había mucha gente apuntada y pocos días para jugar,
se hizo un cuadrante por sorteo y eliminatorio. Blancas,
negras y desempate;
se sorteaba el color para la primera partida y
desempate. Quedábamos fuera de horario escolar para jugar y cuando
podíamos, esto se eternizó. Fui pasando rondas, no es que jugase
muy bien pero puse en práctica las lecciones de Antonio Fernández
Crespo (campeón open internacional infantil Ciudad de Manresa), que
era la persona que me había enseñado todo lo que sabía;
defensa india de dama para la apertura peón 4 dama, y para
peón 4 rey utilizaba la defensa escandinava, muy agresiva, y me molaba; dos maneras muy distintas de enfocar las
partidas. Y para cuando yo tenía las blancas siempre jugaba la
española, una apertura de la cual había aprendido varias opciones
de memoria y que en muchas ocasiones me daba buenos resultados. Seguí
pasando rondas, ganando confianza y empecé a pensar que podría
quedar entre los ocho primeros. Y pasé a la fase en que quedamos
ocho jugadores. Pasé ronda, ya sólo quedábamos cuatro, esta fase
era al mejor de cinco.
Al organizador del torneo lo habían eliminado, no
podía creerme estar entre los cuatro primeros. Entonces me tocó
jugar contra Clemente, un chaval rubito al cual le había introducido
al juego su abuelo, era muy tímido, jugamos las cuatro partidas,
gané las dos primeras y perdí las dos siguientes.
Nos quedaba la de desempate, quedamos en el club de
ajedrez Catalonia de Manresa.
En aquel momento se encontraba en el casino, un lugar
de donde salieron muy buenos jugadores, entre ellos destacaría a
Jordi Magen, un campeón de España absoluto y varias veces jugador y
capitán
del equipo olímpico nacional, y también a otro que fue campeón en
las categorías inferiores, un chico apellidado García, con mucho
talento y muy divertido.
Con éste me hice muy amigo (tengo una anécdota
buenísima de cómo conocí a García, algún día la cuento). Tanto
Clemente como yo éramos
bastante tímidos.
Yo intentaba no mostrarlo,
pero lo era.
No nos atrevimos a entrar en las salas interiores del
club, nos quedamos fuera. No es una
excusa pero yo tenía prisa.
Yo vivía en Sant Joan de Vilatorrada y era algo tarde.
Empezamos a jugar la partida que me podía llevar a la final,
blancas, jugué como de costumbre peón 4 rey, nos pusimos en la sala
donde pasaba todo el mundo a jugar, un sitio algo ruidoso.
La partida parecía que me estaba yendo bien, iba a ser
larga pero tenía muchas esperanzas;
además ya le había ganado en dos ocasiones.
De repente moví y de reojo vi mi torre al descubierto,
lista para ser zampada.
Me dejé una pieza, no sé cómo pudo ser, pecado
mortal, despiste total, desastre monstruoso, pero para mi regocijo
veo que pone la mano sobre su alfil (no vio que se comía mi pieza
gratis y encima si no se la come yo me como una suya y con ello la
partida y a casa y a la final y a la gloria, al estrellato, ja). De
repente la voz de un señor mayor, un señor que había visto decenas
de veces con su puro jugando en la sala, un señor de unos setenta
años, nunca le había oído hablar, nunca había escuchado su voz
hasta este momento, una voz que le dice a Clemente: ¡pero
qué vas a hacer, cómete la torre!,
???? “ñiam”. Supongo que fueron los nervios, que en competición
también juegan y, a nuestro nivel, más. Me rendí y Clemente ganó
y también ganó el campeonato, yo quedé tercero. Había perdido con
el campeón. ¿Tercero?
Pasaron
los días, los premios se entregaban a final de curso. Me encontré a
Moyano, el que organizó el torneo, el de mi calle; me preguntó qué
tal me había ido, le comenté que había quedado tercero, también
le comenté que no pensaba ir a por el premio, él se ofreció a
recogerlo y eso hizo. Moyano se llevó la medalla, que después me
entregó, quedó en buena posición aún sin haberlo merecido.
La gente que presenció las entregas pensó que él
había sido el tercero.
Yo me alegré por él y me alegré por mí ¿primer
puesto? Miré la medalla, en relieve metálico una torre, un caballo
y un peón, un tablero de fondo y una corona de laurel estilo César
o Astérix en las olimpiadas.
Di la vuelta a la medalla, miré a Moyano, me comentó
que por un fallo de grabado en la tienda de trofeos, en las tres
medallas que se entregaron ponía la misma inscripción ”TORNEO SAN
JUAN BOSCO 1º CLASIFICADO 1979”, Moyano quedó tercero y yo quedé
primero para quien yo quiera. Primer clasificado sin merecerlo, la
vida por aquel entonces me lo debía y me lo cobré.