THE COST OF LIVING. Don Grolnick, piano, Randy Brecker, trompeta, Joe Lovano, sax tenor, Steve Turre, trombón, Marty Ehrlich, clarinete bajo, Dave Holland, contrabajo y Bill Stewart, batería.
Me
puse en ella porque una chica con cara de pocos amigos me lo ordenó
mientras yo curioseaba. Todo empezó cuando el día 7 de octubre leí
aquel anuncio, aquella curiosa nota. Yo estaba en un momento de total
estabilidad, todo me iba bien, mis hijos aprobaban todo con notas
sobresalientes, Fernando (el pequeño) era campeón de ajedrez,
María, una violinista fabulosa, Jorge, un portentoso alpinista (con
sus 28 años, tres ochomiles). Con mi mujer todo es amor y abundante
sexo maravilloso, un caso curioso según mis amigos de copas de los
jueves que, con el paso de los años, han perdido la apetencia
sexual; cada vez que hablan de eso, flipo bastante, de hecho, no sé
cómo pueden vivir de esa manera. En el banco estoy mejor que nunca,
trabajo poco y gano más. Mi mayor preocupación es cómo matar estas
horas muertas en la oficina. Ojeo todos los periódicos que me trae
cada mañana Luisa, las noticias ya me aburren y últimamente me he
aficionado a leer minuciosamente los anuncios. Los del ABC me gustan
mucho, pero aquel que leí en la Vanguardia me llamó la atención.
En realidad, en un primer momento, me pareció una broma o una
tontería: Soy una chica de mediana edad y el día 25 de octubre
tengo una cita contigo en el centro aragonés de Barcelona, dejaré
que me veas a solas durante tres segundos y será algo que jamás
olvidarás, te daré lo que quieres tener y que ya no echas de menos
porque, hace tanto que no lo sientes, que ni siquiera lo deseas. No
le presté demasiada atención, más bien pensé “una pirada”,
pero aquel anuncio se convirtió en un gusano cerebral, lo mismo que
te pasa cuando escuchas una canción y no puedes sacártela de la
cabeza. El anuncio estaba todo el rato ahí, taladrando mi materia
gris, estuvo ahí durante varios días, ocupando gran parte de mi
vida. El 25 tenía que estar en Barcelona y, no sé cómo fue, pero
pasé por la calle Joaquín Costa, ni sabía que el Centro Aragonés
se encontraba en aquel lugar. La cola era impresionante, me puse a
curiosear, era un continuo entrar y salir de gente, gente de lo más
variopinto; todos ellos en riguroso orden, personas con caras largas,
gente sonriente, indigentes, indús, chinos, negros, gentes de todas
la razas, también había algún grupo de jóvenes riéndose,
universitarios, currantes con mono, freekies, tullidos, un jugador de
baloncesto famoso, el Sisa, un sin fin de personas en rigurosa fila
india, un resumen de la ciudad y del barrio. Dos municipales. La masa
de gente se movía a gran velocidad, entraban y salían sin pausa,
era interesante ver como dejaban el lugar, unos sonrientes, otros
llorando, otros corriendo. Mi curiosidad empezó a despertar y
entonces fue cuando oí la voz de aquella chica que me decía “a la
cola, como todo el mundo”. No sé si fue por no llamar la atención
o por la voz de mando, pero me puse el último de la fila, en
realidad me situé el penúltimo ya que estaba un tal Quim que daba
paso a todo el que llegaba y él se situaba continuamente en último
lugar, seguro que es un inseguro, el caso es que su cara me sonaba de
algo. La cosa iba rápida. Mi turno. Entré. La vi y me dio un vuelco
al corazón.