martes, 13 de noviembre de 2012

A LA COLA

THE COST OF LIVING. Don Grolnick, piano, Randy Brecker, trompeta, Joe Lovano, sax tenor, Steve Turre, trombón, Marty Ehrlich, clarinete bajo, Dave Holland, contrabajo y Bill Stewart, batería.




Me puse en ella porque una chica con cara de pocos amigos me lo ordenó mientras yo curioseaba. Todo empezó cuando el día 7 de octubre leí aquel anuncio, aquella curiosa nota. Yo estaba en un momento de total estabilidad, todo me iba bien, mis hijos aprobaban todo con notas sobresalientes, Fernando (el pequeño) era campeón de ajedrez, María, una violinista fabulosa, Jorge, un portentoso alpinista (con sus 28 años, tres ochomiles). Con mi mujer todo es amor y abundante sexo maravilloso, un caso curioso según mis amigos de copas de los jueves que, con el paso de los años, han perdido la apetencia sexual; cada vez que hablan de eso, flipo bastante, de hecho, no sé cómo pueden vivir de esa manera. En el banco estoy mejor que nunca, trabajo poco y gano más. Mi mayor preocupación es cómo matar estas horas muertas en la oficina. Ojeo todos los periódicos que me trae cada mañana Luisa, las noticias ya me aburren y últimamente me he aficionado a leer minuciosamente los anuncios. Los del ABC me gustan mucho, pero aquel que leí en la Vanguardia me llamó la atención. En realidad, en un primer momento, me pareció una broma o una tontería: Soy una chica de mediana edad y el día 25 de octubre tengo una cita contigo en el centro aragonés de Barcelona, dejaré que me veas a solas durante tres segundos y será algo que jamás olvidarás, te daré lo que quieres tener y que ya no echas de menos porque, hace tanto que no lo sientes, que ni siquiera lo deseas. No le presté demasiada atención, más bien pensé “una pirada”, pero aquel anuncio se convirtió en un gusano cerebral, lo mismo que te pasa cuando escuchas una canción y no puedes sacártela de la cabeza. El anuncio estaba todo el rato ahí, taladrando mi materia gris, estuvo ahí durante varios días, ocupando gran parte de mi vida. El 25 tenía que estar en Barcelona y, no sé cómo fue, pero pasé por la calle Joaquín Costa, ni sabía que el Centro Aragonés se encontraba en aquel lugar. La cola era impresionante, me puse a curiosear, era un continuo entrar y salir de gente, gente de lo más variopinto; todos ellos en riguroso orden, personas con caras largas, gente sonriente, indigentes, indús, chinos, negros, gentes de todas la razas, también había algún grupo de jóvenes riéndose, universitarios, currantes con mono, freekies, tullidos, un jugador de baloncesto famoso, el Sisa, un sin fin de personas en rigurosa fila india, un resumen de la ciudad y del barrio. Dos municipales. La masa de gente se movía a gran velocidad, entraban y salían sin pausa, era interesante ver como dejaban el lugar, unos sonrientes, otros llorando, otros corriendo. Mi curiosidad empezó a despertar y entonces fue cuando oí la voz de aquella chica que me decía “a la cola, como todo el mundo”. No sé si fue por no llamar la atención o por la voz de mando, pero me puse el último de la fila, en realidad me situé el penúltimo ya que estaba un tal Quim que daba paso a todo el que llegaba y él se situaba continuamente en último lugar, seguro que es un inseguro, el caso es que su cara me sonaba de algo. La cosa iba rápida. Mi turno. Entré. La vi y me dio un vuelco al corazón.