martes, 11 de diciembre de 2012

MARTINET (1ª parte)

Foto, Marc Prat.

Estas dos historias que voy a contar son verídicas, o por lo menos eso me dijeron las personas que me las contaron, y yo me lo creo porque vienen de boca de dos personas en quienes confío. Las dos ocurren en la Cerdenya, en un pueblecito en el cuál he estado en varias ocasiones; lo único que he hecho es juntarlas con un personaje protagonista, y quizá algo más, sin desvirtuar su esencia (de las historias).
Era un día soleado, un precioso día de principios de verano. Me levanté temprano y decidí subir a Andorra.
Ya de vuelta con mis quesos, chocolates, tabacos, un disco de Coltrane y algún licor, pasé por un pueblo, vi un río, miré y, por un momento, por el rabillo del ojo, me pareció ver a una persona luchando en medio de la corriente; decidí parar. Efectivamente había un hombre en medio del río.
No sabía qué hacer (yo), me quedé mirándole sin reaccionar (yo). Era curioso (él): llevaba la cabeza erguida, fuera del agua, cubierta por un sombrero estilo el de Robert Redford en Dos hombres y un destino. Su mirada no parecía la de una persona desesperada, sino que era una mirada fría. Observé que iba con el brazo derecho fuera del agua, pidiendo ayuda, los pies por delante y la cabeza por detrás, una posición típica de alguien que conoce bien el río, está claro que se estaba dejando llevar hasta que la propia corriente lo devolviese a la orilla, los pies por delante para golpear las piedras que le pudiesen dañar y la cabeza erguida para ver los peligros que velozmente se van acercando (eta técnica me la explicó mi primo, en una ocasión, antes de hacer barranquismo). Decidí acercarme más a él, fui corriendo hasta la orilla. De repente, un pequeño grupo de gente me adelantó, se subieron a un puente que cruzaba el Segre montañero, nadie perdía vista al hombre del río, me uní al grupo, todos comentaban emocionados - ¿cómo será? - debe ser muy grande - seguro que es una pasada. Pasó bajo el puente a gran velocidad y entonces apercibí que la mano que llevaba fuera del agua empuñaba una caña de pescar. Bajamos del puente y empezamos a seguirle río abajo. Llevábamos como un par de kilómetros más de persecución, cuando vimos cómo se ponía en pie, se acercó a la orilla, seguía con el brazo sujetando la caña en alto, se agachó, metió la mano izquierda en el agua y nos mostró, en la lejanía, la mayor trucha jamás vista, fabulosa proeza incomprensible. No entendía el hecho, pero supe captar la belleza del momento. La visión de aquel hombre chorreando, aún con su sombrero Redford perfectamente ajustado a su testa, sujetando aquella captura, era hermosa; su joven rostro era el de una persona agotada, pero con una sonrisa radiante que delataba su satisfacción. Llegamos junto al pescador, todos le felicitaban, el grupo de gente le conocía bien, una de los del grupo le quitó el sombrero, entonces pude ver su preciosa melena rubia, era un chico joven y guapo. El muchacho acercó el animal a su rostro y lo besó, ese beso acalló nuestros comentarios, un místico silencio se apoderó del momento, sólo se oía el estruendo acuático del río, todas nuestra miradas se centraban en lo que estaba haciendo el joven. Seguidamente sumergió al pez en el agua, ofreciéndole la libertad (¿ritual?). Él, arrodillado, acariciaba la panza de la trucha, ella no parecía quererse ir, unos segundos después con un suave movimiento de su cola se alejó lentamente hasta desaparecer en su río. Nunca he sido aficionado a la pesca, pero eso me pareció algo digno de un gran hombre. ¿Qué raro misterio le llevó a perseguir a la trucha, llevado a la deriva, llevado por las aguas bravas, como si el animal fuese el que condujera al hombre, como si el pez intentase ahogar al pescador, acabar con él? No entendía nada. Siempre había pensado que pescar era algo que se hacía desde la orilla.
De vuelta al pueblo, la chica que llevaba el sombrero me dio unas explicaciones que aclararon algo mi ignorancia: resulta que, para la pesca de la trucha, se utilizan unos hilos muy delgados, por un tema de poder lanzar más lejos el cebo o para que no lo vean y, cuando “clavas” una trucha de gran tamaño, sólo hay dos opciones: dejar que te parta el sedal o lanzarte al agua y seguirla hasta que se canse, esta segunda opción no es cosa común entre pescadores; ella era la primera vez que lo veía. Marc es un pescador muy especial. Entendí la parte técnica del asunto, pero aún hoy se me escapa la fuerza que llevó a este muchacho a tirarse al río, jugándose la vida, para conseguir una trucha a la cual devolvió la libertad.
Después de tal carrera, yo también estaba agotado, cansado y sediento. Cuando llegué al pueblo, me separé del grupo. Entonces me di cuenta del nombre de la población, Martinet, me pareció gracioso.
Entré en un bar, el lugar estaba vacío, la señora de la barra, de unos setenta años, me preguntó qué quería tomar, pedí un jarra de cerveza, la mujer me puso unas olivas, le di las gracias.
Yo aún estaba algo excitado tras lo vivido y, aunque nunca he sido de mucho hablar con desconocidos, le conté lo visto. Ella tampoco había visto ni oído nada igual, pero al decirle que el protagonista había sido un chico rubio que llevaba un sombrero de cowboy no le pareció nada disparatado – sí, si alguien tenía que ser el que hiciese algo así, tenía que ser él. Seguimos hablando de cosas; hablamos del tiempo, de Andorra, del turismo, de los forasteros y entonces fue cuando, a raíz de hablarme de gente curiosa que aparecía por el pueblo, me contó una historia que ya su abuela le había contado.
La historia me la contó como si fuese cierta y así la he guardado para siempre, me la creí en aquel momento y me la creo ahora.
En la ciudad de Londres, un señor adinerado y ocioso se buscó un quehacer. Su objetivo, en un principio, era simple: escribir un libro sobre seres especiales, seres que aparecían en fábulas e historias, imaginarias o no, que en aquellos tiempos eran creíbles al cien por cien, hombres lobo, brujas, vampiros, duendes, hadas, sirenas, gnomos y cualquier personaje fantástico del cual hubiese oído hablar o leído, incluso el demonio le servía.
Dada su fortuna, no contento con recopilar historias de su inmensa biblioteca y de libros especializados que le buscaban en varias de las librerías de la famosa ciudad inglesa, decidió verlos, encontrar aquellos seres, admirarlos y observarlos de primera mano. Fue entonces cuando envió cartas a varias bibliotecas, universidades, redacciones de periódicos y gentes aventureras. Unas cartas donde pedía encarecidamente que le escribiesen si, en algún momento, sabían de alguien que dijera haber visto algún tipo de ser fabuloso, ofreciendo a cambio una considerable gratificación, recordando que estaría dispuesto a financiar cualquier expedición para lograr dicho objetivo. Además de un extra de un kilo de oro a la persona que le mostrase a alguno de aquellos seres.
No tardó en recibir numerosas cartas en las cuales le aseguraban que no le sería difícil poder ver a sirenas, hadas o duendes. Se embarcó en múltiples viajes por todo el mundo, India, Marruecos, Francia, Alemania, Finlandia... Se fue con barcos pesqueros a largos viajes por las costas noruegas o rusas. Tanto su salud como su capital empezaron a menguar, su familia le suplicaba que no siguiese con su idea, que todas esas fábulas eran invenciones, y que esos seres inexistentes le llevarían a la muerte y a la ruina, tanto la suya como la de la familia. Después de más de cuarenta fracasos, en uno de los viajes por aguas noruegas, todos los marineros aseguraban ver una sirena. Aunque él solo vio una morsa, eso no le salvó de tener que desembolsar la gran suma de oro que había prometido a quien lograse mostrarle alguno de aquellos seres.
Un día, decidió seguir el consejo familiar, regresó a casa con la idea de no volver a partir. Se encerró en su biblioteca y escribió varios libros sobre sus viajes, recuperó la salud y sus aventuras se vendieron en abundancia, consiguiendo, con sus historias, múltiples éxitos.
Su vida pasó a ser de nuevo sosegada y monótona: cada mañana iba a desayunar al club, donde leía la prensa y jugaba a las cartas con sus amigos, a media mañana salía a pasear con su esposa y después de comer leía un rato y escribía.
Aquella mañana, en el club, mientras leía el periódico, le llamó la atención un pequeño artículo que hablaba de un pueblecito de España, cerca de la Seu d'Urgell, donde en otoño se veían múltiples gnomos en los bosques lindantes. Este pequeño artículo volvió a despertar en él aquella inquietud, aquella fiebre que le llevó a estar más de siete años viajando, sintió de nuevo el deseo de partir. Llegó a casa y le enseñó el artículo a su mujer; su mujer se puso a llorar, le suplicó que no lo hiciese, le dijo que los niños le necesitaban, le amenazó con abandonarle si lo hacía, pero eso último fue un ultimátum sin fundamento, un farol.  
(continuará)