Foto, Marc Prat.
Estas
dos historias que voy a contar son verídicas, o por lo menos eso me
dijeron las personas que me las contaron, y yo me lo creo porque
vienen de boca de dos personas en quienes confío. Las dos ocurren en
la Cerdenya, en un pueblecito en el cuál he estado en varias
ocasiones; lo único que he hecho es juntarlas con un personaje
protagonista, y quizá algo más, sin desvirtuar su esencia (de las
historias).
Era un
día soleado, un precioso día de principios de verano. Me levanté
temprano y decidí subir a Andorra.
Ya de
vuelta con mis quesos, chocolates, tabacos, un disco de Coltrane y
algún licor, pasé por un pueblo, vi un río, miré y, por un
momento, por el rabillo del ojo, me pareció ver a una persona
luchando en medio de la corriente; decidí parar. Efectivamente había
un hombre en medio del río.
No
sabía qué hacer (yo), me quedé mirándole sin reaccionar (yo). Era
curioso (él): llevaba la cabeza erguida, fuera del agua, cubierta
por un sombrero estilo el de Robert Redford en Dos hombres y un
destino. Su mirada no parecía la de una persona desesperada,
sino que era una mirada fría. Observé que iba con el brazo derecho
fuera del agua, pidiendo ayuda, los pies por delante y la cabeza por
detrás, una posición típica de alguien que conoce bien el río,
está claro que se estaba dejando llevar hasta que la propia
corriente lo devolviese a la orilla, los pies por delante para
golpear las piedras que le pudiesen dañar y la cabeza erguida para
ver los peligros que velozmente se van acercando (eta técnica me la
explicó mi primo, en una ocasión, antes de hacer barranquismo).
Decidí acercarme más a él, fui corriendo hasta la orilla. De
repente, un pequeño grupo de gente me adelantó, se subieron a un
puente que cruzaba el Segre montañero, nadie perdía vista al hombre
del río, me uní al grupo, todos comentaban emocionados - ¿cómo
será? - debe ser muy grande - seguro que es una pasada. Pasó bajo
el puente a gran velocidad y entonces apercibí que la mano que
llevaba fuera del agua empuñaba una caña de pescar. Bajamos del
puente y empezamos a seguirle río abajo. Llevábamos como un par de
kilómetros más de persecución, cuando vimos cómo se ponía en
pie, se acercó a la orilla, seguía con el brazo sujetando la caña
en alto, se agachó, metió la mano izquierda en el agua y nos
mostró, en la lejanía, la mayor trucha jamás vista, fabulosa
proeza incomprensible. No entendía el hecho, pero supe captar la
belleza del momento. La visión de aquel hombre chorreando, aún con
su sombrero Redford perfectamente ajustado a su testa, sujetando
aquella captura, era hermosa; su joven rostro era el de una
persona agotada, pero con una sonrisa radiante que delataba su
satisfacción. Llegamos junto al pescador, todos le
felicitaban, el grupo de gente le conocía bien, una de los del grupo
le quitó el sombrero, entonces pude ver su preciosa melena rubia,
era un chico joven y guapo. El muchacho acercó
el animal a su rostro y lo besó, ese beso acalló nuestros
comentarios, un místico silencio se apoderó del momento, sólo se
oía el estruendo acuático del río, todas nuestra miradas se
centraban en lo que estaba haciendo el joven. Seguidamente sumergió
al pez en el agua, ofreciéndole la libertad (¿ritual?). Él,
arrodillado, acariciaba la panza de la trucha, ella no parecía
quererse ir, unos segundos después con un suave movimiento de su
cola se alejó lentamente hasta desaparecer en su río. Nunca he sido
aficionado a la pesca, pero eso me pareció algo digno de un gran
hombre. ¿Qué raro misterio le llevó a perseguir a la trucha,
llevado a la deriva, llevado por las aguas bravas, como si el animal
fuese el que condujera al hombre, como si el pez intentase ahogar al
pescador, acabar con él? No entendía nada. Siempre había pensado
que pescar era algo que se hacía desde la orilla.
De
vuelta al pueblo, la chica que llevaba el sombrero me dio unas
explicaciones que aclararon algo mi ignorancia: resulta que, para la
pesca de la trucha, se utilizan unos hilos muy delgados, por un tema
de poder lanzar más lejos el cebo o para que no lo vean y, cuando
“clavas” una trucha de gran tamaño, sólo hay dos opciones:
dejar que te parta el sedal o lanzarte al agua y seguirla hasta que
se canse, esta segunda opción no es cosa común entre pescadores;
ella era la primera vez que lo veía. Marc es un pescador muy
especial. Entendí la parte técnica del asunto, pero aún hoy se me
escapa la fuerza que llevó a este muchacho a tirarse al río,
jugándose la vida, para conseguir una trucha a la cual devolvió la
libertad.
Después
de tal carrera, yo también estaba agotado, cansado y sediento.
Cuando llegué al pueblo, me separé del grupo. Entonces me di cuenta
del nombre de la población, Martinet, me pareció gracioso.
Entré
en un bar, el lugar estaba vacío, la señora de la barra, de unos
setenta años, me preguntó qué quería tomar, pedí un jarra de
cerveza, la mujer me puso unas olivas, le di las gracias.
Yo aún
estaba algo excitado tras lo vivido y, aunque nunca he sido de mucho
hablar con desconocidos, le conté lo visto. Ella tampoco había
visto ni oído nada igual, pero al decirle que el protagonista había
sido un chico rubio que llevaba un sombrero de cowboy no le pareció
nada disparatado – sí, si alguien tenía que ser el que hiciese
algo así, tenía que ser él. Seguimos hablando de cosas; hablamos
del tiempo, de Andorra, del turismo, de los forasteros y entonces fue
cuando, a raíz de hablarme de gente curiosa que aparecía por el
pueblo, me contó una historia que ya su abuela le había contado.
La
historia me la contó como si fuese cierta y así la he guardado para
siempre, me la creí en aquel momento y me la creo ahora.
En la
ciudad de Londres, un señor adinerado y ocioso se buscó un
quehacer. Su objetivo, en un principio, era simple: escribir un libro
sobre seres especiales, seres que aparecían en fábulas e historias,
imaginarias o no, que en aquellos tiempos eran creíbles al cien por
cien, hombres lobo, brujas, vampiros, duendes, hadas, sirenas, gnomos
y cualquier personaje fantástico del cual hubiese oído hablar o
leído, incluso el demonio le servía.
Dada
su fortuna, no contento con recopilar historias de su inmensa
biblioteca y de libros especializados que le buscaban en varias de
las librerías de la famosa ciudad inglesa, decidió verlos,
encontrar aquellos seres, admirarlos y observarlos de primera mano.
Fue entonces cuando envió cartas a varias bibliotecas,
universidades, redacciones de periódicos y gentes aventureras. Unas
cartas donde pedía encarecidamente que le escribiesen si, en algún
momento, sabían de alguien que dijera haber visto algún tipo de ser
fabuloso, ofreciendo a cambio una considerable gratificación,
recordando que estaría dispuesto a financiar cualquier expedición
para lograr dicho objetivo. Además de un extra de un kilo de oro a
la persona que le mostrase a alguno de aquellos seres.
No
tardó en recibir numerosas cartas en las cuales le aseguraban que no
le sería difícil poder ver a sirenas, hadas o duendes. Se embarcó
en múltiples viajes por todo el mundo, India, Marruecos, Francia,
Alemania, Finlandia... Se fue con barcos pesqueros a largos viajes
por las costas noruegas o rusas. Tanto su salud como su capital
empezaron a menguar, su familia le suplicaba que no siguiese con su
idea, que todas esas fábulas eran invenciones, y que esos seres
inexistentes le llevarían a la muerte y a la ruina, tanto la suya
como la de la familia. Después de más de cuarenta fracasos, en uno
de los viajes por aguas noruegas, todos los marineros aseguraban ver
una sirena. Aunque él solo vio una morsa, eso no le salvó de tener
que desembolsar la gran suma de oro que había prometido a quien
lograse mostrarle alguno de aquellos seres.
Un
día, decidió seguir el consejo familiar, regresó a casa con la
idea de no volver a partir. Se encerró en su biblioteca y escribió
varios libros sobre sus viajes, recuperó la salud y sus aventuras se
vendieron en abundancia, consiguiendo, con sus historias, múltiples
éxitos.
Su
vida pasó a ser de nuevo sosegada y monótona: cada mañana iba a
desayunar al club, donde leía la prensa y jugaba a las cartas con
sus amigos, a media mañana salía a pasear con su esposa y después
de comer leía un rato y escribía.
Aquella
mañana, en el club, mientras leía el periódico, le llamó la
atención un pequeño artículo que hablaba de un pueblecito de
España, cerca de la Seu d'Urgell, donde en otoño se veían
múltiples gnomos en los bosques lindantes. Este pequeño artículo
volvió a despertar en él aquella inquietud, aquella fiebre que le
llevó a estar más de siete años viajando, sintió de nuevo el
deseo de partir. Llegó a casa y le enseñó el artículo a su mujer;
su mujer se puso a llorar, le suplicó que no lo hiciese, le dijo que
los niños le necesitaban, le amenazó con abandonarle si lo hacía,
pero eso último fue un ultimátum sin fundamento, un farol.
(continuará)