sábado, 22 de diciembre de 2012

MARTINET 2ª parte


                                         Foto, Belén Carrere.


Era lunes 16 de agosto cuando embarcó en el puerto de Londres con destino a Francia, allí cogería el ferrocarril hasta Barcelona y, llegado a Barcelona, buscaría un vehículo que le pudiese llevar hasta la Seu. Una vez en la pequeña ciudad pirenaica, buscaría a alguien que conociese bien la zona y le indicase cómo llegar al pueblo de los gnomos, a Martinet.
No todo fue tan sencillo y las cosas no salieron como estaban previstas.
Había calculado llegar al pueblo a principios de octubre, pero la cosa fue que llegó a mediados de noviembre. Entró en el pueblo, buscó alojamiento pero no había posada, le acogieron como huésped en una casa particular. Como sabía que el dinero siempre acababa abriendo puertas, no organizaba demasiado sus viajes, más bien los planteaba como una aventura, le gustaba ir solucionando los problemas según iban surgiendo; por este motivo, en ocasiones, se encontraba con contratiempos que le hacían retrasarse en las fechas calculadas, algo que habitualmente no le importaba. Pero en esta ocasión, sí que era un factor importante, ya que en el artículo leído en Londres decía que, con el frío, los diminutos seres desaparecían y no volvían hasta el año siguiente; incluso se había dado el caso de que, algún año, no habían aparecido, pero eso era algo muy raro.
Una vez instalado, se acercó a la taberna y preguntó por los pequeños seres. La gente le miro como si fuese un lunático, nadie sabía de qué estaba hablando. El inglés se quedó desolado, una vez más la pista le había llevado al ridículo. Entre licor y licor se iba convenciendo de que nunca más abandonaría a su familia para emprender un disparatado viaje a la nada, para nada. Se fue a dormir con unas copas de más, pero eso no le impidió levantarse temprano. Después de un sabroso desayuno a base de pan tostado, con ajo, untado con tomate, algo de sal, aceite de oliva y embutidos varios, salió a pasear por los bosques. Miró y remiró, pero nada encontró, hacía frío. “Quizá ya se han ido. Volveré el próximo... No, no más viajes inútiles”. Regresó al pueblo, comió con la familia, abrieron con una deliciosa sopa y de segundo un guiso con setas de la zona, después del postre probo el té de roca, le entusiasmó. Mientras tomaban sus infusiones, felicitó a la señora por la comida y preguntó qué era lo que habían comido y al oír que, aparte de la carne, lo que acompañaba a ésta eran hongos, él refinado señor se quedó pasmado. Aunque no hubiese gnomos, el señor decidió quedarse unos días más en el pueblo; cada día, salía a pasear por los bosques de alrededor, iba con una cesta y recogía hongos que llevaba a la casa, más de la mitad de lo que traía era para tirar, la señora le intentaba mostrar la diferencia que había entre seta y seta y le indicaba cuáles tenía que recoger. La temporada de setas se estaba acabando, las nevadas estaban a punto de llegar. Un día, el inglés vino con unas setas de color rojo, entre algún que otro ejemplar de otras de otros colores, y la señora, al verlas, le dijo – has estado en el bosque de los martinets – . Entonces se hizo un silencio, la señora intentó disimular y enseguida cogió una seta babosa y le comentó que eso era lo que debía recoger, que esas setas rojas eran peligrosas. Al visitante no le pasó desapercibido el comentario ni tampoco la actitud de la señora, así que le preguntó con cara seria si existían esos seres fantásticos. Le contó que llevaba varios años por el mundo buscando la prueba de que son reales, que le daría un kilo de oro a la persona que le enseñase alguno. La señora estuvo en silencio un rato y, de repente, le dijo: en el bosque donde has cogido las setas rojas, los encontrarás – ¿y qué he de hacer para verlos, tengo que esconderme? La señora le contó qué pasos debía seguir para poder verlos, también le advirtió que el frío estaba apunto de llegar y que ya iban a estar muy pocos días entre nosotros, también le hizo jurar que no diría a nadie dónde y cómo encontrarlos y que, si en alguna ocasión se le ocurriese escribir sobre ellos (la familia sabía que era escritor), que los situase en otro lugar, “este es un secreto del pueblo y no queremos que nadie lo descubra”.
Frank casi no pudo dormir. Al día siguiente, subió al mismo lugar donde había estado el día anterior, el bosque donde había cogido las setas rojas, se sentó en una piedra y esperó, la señora le había dicho que debía ser paciente. De pronto, estaba rodeado de unos seres diminutos que corrían de un lado para otro, que se reían y que le decían cosas, en ocasiones inteligibles; habló con varios de ellos, habló del bosque, de sirenas, de dragones, de hadas, de brujas, le dijeron que el demonio era un invento humano, estuvo mucho rato con ellos. De repente, se fueron, sin más, sin despedirse.
Volvió a la casa del pueblo algo más tarde de lo habitual, estaban todos preocupados, tenía la comida en la mesa, ya fría, más bien era hora de merendar. Aquella misma tarde cayeron los primeros copos de la temporada, había llegado el momento de marchar. Frank le dio el oro a la señora y se despidió del matrimonio.
Ya junto a su esposa y sus hijos, escribió sobre gnomos, sirenas, hadas, brujas y dragones, también escribió un libro en el que intentaba demostrar que el demonio era un invento humano y que no existe ningún ser del mal en nuestro mundo, éste no tuvo ningún éxito. El resto de su vida, aparte de algún viaje de placer junto a su familia, lo pasó en Londres; escribió más de cuarenta libros.
Estaba un día, siendo anciano, tomándose un té en su biblioteca, como tantas otras veces, disfrutando de la soledad. Estaba haciendo un repaso a su vida, recordó a sus padres, a su abuelo fumando en pipa, incluso oía la voz del abuelo asegurando que, en el desván, el día once de cada mes de diciembre, se podía ver un fantasma, por supuesto el de la familia. Recordó los siete años que se pasó viajando, el nacimiento de sus hijos, el sufrimiento de su esposa antes de morir y su viaje a Martinet. Se vio viejo y sin fuerzas, se sintió solo y con todo acabado, ya no tenía ganas de escribir más, ya hacía varios meses que había escrito su último FIN. Miró el calendario y era 16 de agosto, el día que emprendió el viaje que le llevó a ver aquellos seres diminutos, los martinets. Llamó a su criado y le dijo que preparase las maletas “nos vamos de viaje”. Quería volver a ver aquellos fantásticos seres antes de morir.
En esta ocasión, llegaron (iba acompañado de su criado y chofer particular) a Martinet el día 25 de octubre. Se dirigieron directamente a la casa de los que le habían acogido. En el lugar de aquella humilde casa que le había cobijado, había una hermosa vivienda de maderas preciosas y varios balcones llenos de plantas. Llamaron a la puerta y les abrió la misma señora, Maria, lo curioso es que para ella no habían pasado los años. La señora les invitó a pasar y les explicó que ella era la hija de la que había conocido hacía ya 43 años, que sus padres habían muerto, les dijo que estaba al corriente de todo lo acontecido en su viaje anterior, que sus padres siempre hablaban del señor inglés que apareció en el pueblo y que siempre agradecieron el donativo que les cambió la vida.
Les invitó a instalarse, era una chica muy amable y había heredado la mano que tenía su madre para cocinar. Frank le dijo a lo que venía, que no le dijese nada a su criado, que pensaba subir al bosque de las setas rojas al día siguiente, pero que era algo que tenía que hacer solo, quería volverlos a ver antes de morir. La chica le informó que aquel año no habían salido las setas rojas, que podían esperar, que quizá salieran más tarde, pero pensaba que este año no se podrían ver los martinets. Se quedaron en el pueblo varios días. Entró el mes de noviembre y las setas rojas no salían. Un buen día, un copo de nieve rozó la oreja izquierda del anciano, se fue a casa, miró a la mujer y ella, negando con la cabeza, confirmó que este año no podría ser. Frank se calzó sus botas y su impermeable, aprovechando que su criado estaba paseando por el río, y se dispuso a marchar al bosque. Maria intentó quitarle la idea de la cabeza, le aseguraba que no podría verlos aquel año, pero Frank era consciente de que ésta era su última oportunidad, que éste era su último viaje. Salió de la casa y enfiló el camino que llevaba al bosque.
Llegó la hora de comer y el hombre no había vuelto, estaba a punto de ponerse el sol cuando decidieron salir en su búsqueda. Ya de noche, el marido de Maria y el criado trajeron el cuerpo semicongelado de Frank, lo pusieron sobre la mesa del salón, muy cerca de la chimenea, echaron un nuevo tronco, la noche iba a ser larga. Maria no paraba de repetirle que le había advertido de que no fuese, que aquel año no los podría ver – cabezón. Frank abrió los párpados, sus ojos azules buscaron la mirada de Maria y entonces, con un voz clara, le dijo “los vi” , cerró los ojos, sonrió y murió.
La historia me impactó, me quedé mirando a la señora del bar, le pagué la consumición y me fui. Cogí el coche; al llegar a Sant Pedor, llamé a mi colega Albert y le conté lo vivido, él flipaba y aún siendo mi mejor amigo no se creyó nada de lo que le contaba. Le convencí para que me acompañase al día siguiente a Martinet – te llevaré a conocer a la señora del bar y que te cuente la historia.
Subimos al coche y nos dirigimos a Martinet por Berga, hacía un día muy bonito. De repente, me paré en la orilla de la carretera – mira, Albert, ese que está pescando en el río es el pescador del que te hablé, ¿ves como lleva un sombrero de cowboy? Albert me miró y sonrió, seguimos el camino hacia el pueblo, aparqué el coche en el parking que hay cerca del río, salimos del coche y nos fuimos directos al bar, al de la señora del cuento. Entramos. En la barra, había un señor mayor, “seguro que es el marido de la señora”, las mesas estaban ocupadas por trabajadores almorzando. Pedimos dos cafés y le pregunté al hombre por la señora, me miró con cara de pocos amigos y me dijo que allí no había ninguna señora. Insistí en que había estado en el bar el día anterior y había estado hablando con una señora que me contó una historia sobre los Martinets. El hombre, ya claramente molesto, me dijo que la víspera había enterrado a su mujer y que el bar estuvo cerrado.
Nos fuimos. No entiendo lo que pasó.
Siempre que paso por esta carretera miro al río y muchas veces veo el sombrero de cowboy. Nunca más he entrado en aquel bar. FIN