martes, 26 de febrero de 2013

RUIDO DE FONDO (1ª parte de cuatro)


1983. Me siento bien en cualquier ambiente. Busco estar rodeado, pero no me gusta mucho intervenir. Me encanta el ruido de fondo y observar, pero no tanto participar. Intento no ser desagradable y eso creo que me ha ayudado a que la gente se acerque; mi aspecto creo que también me ha ayudado a ello, soy alto y bien proporcionado, además de tener una muy bonita voz.
No me gusta estar todo el día de fiesta, pero tengo la necesitad de ese ruido de fondo, una cosa que en ocasiones me ha traído alguna complicación. En casa me pongo música, especialmente el disco de Tito Duarte y también el de Max Suñer Trío, eso entre los españoles; en el lado de la importación hay mucha más gente, el Corea, el Lee Ritenour, Stanley Clarke, George Duke, George Benson, Shakatak y un sinfín de rozadores del jazz. Pero aunque en estos momentos y en ocasiones esas músicas me estimulan y reconfortan, ese no es el ruido de fondo que me llena; necesito de ese murmullo que se encuentra en la calle concurrida, en la entrada del cine o del teatro, el vocerío que hay en los descansos entre pase y pase de un concierto baruno.
28 de diciembre de 1985. Desperté con esa sensación de no saber dónde estás; esa sensación no era nueva para mí. Seguramente estaría en una casa ajena, en una cama compartida, abrí los ojos, demasiada oscuridad, los volví a cerrar; entonces oí una respiración muy profunda, casi terrorífica, palpé la cama buscando, la cama era muy pequeña y estaba solo en ella, no había chica. ¿De dónde salía aquella respiración? No me atrevía a abrir los ojos, pero no me quedaba más remedio. Volví a abrir los ojos, en unos segundos se adaptaron algo a aquella oscuridad y pude ver que estaba acompañado, había una cama a mi lado, una cama con un viejo entubado, con auténticas dificultades para respirar. Él me miró, me levanté asustado y salí de aquella habitación, enseguida se acercó a mí una enfermera y, después de una leve explicación que no me aclaró gran cosa, me llevó de nuevo a aquella diminuta cama con la promesa de que en unos minutos aparecería el doctor Mateos y me explicaría el motivo de mi convalecencia. Me senté en la cama, me puse un vaso de agua, el anciano entubado no paraba de mirarme. Silencio. Sólo aquella respiración. Necesito el ruido de fondo.
Empecé a recordar. El plan era ir a la discoteca, una discoteca de la cual me habló una chica preciosa que conocí en el concierto de Dire Straits; habíamos quedado para el día 24 de diciembre, el concierto de Marc Knoffler fue el 6 de junio. Tenía 6 meses para llegar. No llegué. Tuve un percance automovilístico, el último pueblo que recuerdo fue San Vicenç de Castellet. Nunca llegué a la Menfis y eso cambió mi vida.
El doctor me aclaró, entre otras cosas, que estaba totalmente fuera de peligro, pero que por precaución me habían tenido tres días sedado en la sala del no ruido, y que me habían hecho todo tipo de pruebas, que ahora no puedo recordar (yo). Me aconsejó que me quedase en observación hasta el 30. Acaté su consejo. No tenía nada mejor que hacer.
Demasiado silencio.
El silencio me mata.
Decidí vestirme para salir a dar un paseo, encontré mi ropa dentro de una bolsa de plástico de color blanco (la ropa olía a gasolina), me vestí y decidí bajar a tomarme un café a la cafetería, tuve que esconderme de los celadores para lograr mi objetivo. Al fin; esto ya era otra cosa, un zumbido redentor. La Vanguardia. Empecé a leer y curiosamente, en la iglesia de la clínica en la cual estaba ingresado, el día siguiente a las 22:15 horas, la coral del barrio ofrecía un concierto.
Estamos a 29. Visita matutina del doctor. Me ausculta y una sonrisa se dibuja en sus labios y en sus ojos; me dice que esta tarde, después de comer, puedo recoger el alta.
No tengo coche, llamo a Juan y no puede, llamo a Lourdes y tampoco, así hasta hablar con Cristina, ella puede, pero a las once o más, le digo que perfecto. Quedo con ella, que le volveré a llamar cuando sepa de algún lugar del barrio donde esperarla.
Son las 22:15, entro en la iglesia de Sant Josep, empieza a sonar el coro, es estimulante, bello sonido reconfortante. Me gusta. Acaba la actuación. No he llamado a Cristina y ya son las once y veinte, me apunto a tomar algo con los de la coral. Se van al casal del barrio, picotean algo y brindan con cava, yo también.Pregunto si tienen un teléfono, me dejan llamar. Cristina está molesta y con razón, pero accede a venir a buscarme. Cada vez queda menos gente en el lugar del picoteo, les cuento mi problema y mi larga historia, les digo que no se preocupen, que ya espero fuera, pero una señora mayor, muy amable, se ofrece a quedarse conmigo. Aún nos tomamos un par o tres de copitas más.
No sé si fueron las burbujas o mi estado emocional, pero me convenció para que me apuntase al coro.
Llegué a Barcelona bastante tarde, estaba agotado. Cristina ni siquiera planteó acercarme a casa, fuimos directamente a la suya; no sé si quería darme un premio o cobrárselo.