1983.
Me siento bien en cualquier ambiente. Busco estar rodeado, pero no me
gusta mucho intervenir. Me encanta el ruido de fondo y observar, pero
no tanto participar. Intento no ser desagradable y eso creo que me ha
ayudado a que la gente se acerque; mi aspecto creo que también me ha
ayudado a ello, soy alto y bien proporcionado, además de tener una
muy bonita voz.
No me
gusta estar todo el día de fiesta, pero tengo la necesitad de ese
ruido de fondo, una cosa que en ocasiones me ha traído alguna
complicación. En casa me pongo música, especialmente el disco de
Tito Duarte y también el de Max Suñer Trío, eso entre los
españoles; en el lado de la importación hay mucha más gente, el
Corea, el Lee Ritenour, Stanley Clarke, George Duke, George Benson,
Shakatak y un sinfín de rozadores del jazz. Pero aunque en estos
momentos y en ocasiones esas músicas me estimulan y reconfortan, ese
no es el ruido de fondo que me llena; necesito de ese murmullo que
se encuentra en la calle concurrida, en la entrada del cine o del
teatro, el vocerío que hay en los descansos entre pase y pase de un
concierto baruno.
28 de
diciembre de 1985. Desperté con esa sensación de no saber dónde
estás; esa sensación no era nueva para mí. Seguramente estaría en
una casa ajena, en una cama compartida, abrí los ojos, demasiada
oscuridad, los volví a cerrar; entonces oí una respiración muy
profunda, casi terrorífica, palpé la cama buscando, la cama era muy
pequeña y estaba solo en ella, no había chica. ¿De dónde salía
aquella respiración? No me atrevía a abrir los ojos, pero no me
quedaba más remedio. Volví a abrir los ojos, en unos segundos se
adaptaron algo a aquella oscuridad y pude ver que estaba acompañado,
había una cama a mi lado, una cama con un viejo entubado, con
auténticas dificultades para respirar. Él me miró, me levanté
asustado y salí de aquella habitación, enseguida se acercó a mí
una enfermera y, después de una leve explicación que no me aclaró
gran cosa, me llevó de nuevo a aquella diminuta cama con la promesa
de que en unos minutos aparecería el doctor Mateos y me explicaría
el motivo de mi convalecencia. Me senté en la cama, me puse un vaso
de agua, el anciano entubado no paraba de mirarme. Silencio. Sólo
aquella respiración. Necesito el ruido de fondo.
Empecé
a recordar. El plan era ir a la discoteca, una discoteca de la cual
me habló una chica preciosa que conocí en el concierto de Dire
Straits; habíamos quedado para el día 24 de diciembre, el concierto
de Marc Knoffler fue el 6 de junio. Tenía 6 meses para llegar. No
llegué. Tuve un percance automovilístico, el último pueblo que
recuerdo fue San Vicenç de Castellet. Nunca llegué a la Menfis y
eso cambió mi vida.
El
doctor me aclaró, entre otras cosas, que estaba totalmente fuera de
peligro, pero que por precaución me habían tenido tres días sedado
en la sala del no ruido, y que me habían hecho todo tipo de pruebas,
que ahora no puedo recordar (yo). Me aconsejó que me quedase en
observación hasta el 30. Acaté su consejo. No tenía nada mejor que
hacer.
Demasiado
silencio.
El
silencio me mata.
Decidí
vestirme para salir a dar un paseo, encontré mi ropa dentro de una
bolsa de plástico de color blanco (la ropa olía a gasolina), me
vestí y decidí bajar a tomarme un café a la cafetería, tuve que
esconderme de los celadores para lograr mi objetivo. Al fin; esto ya
era otra cosa, un zumbido redentor. La Vanguardia. Empecé a leer y
curiosamente, en la iglesia de la clínica en la cual estaba
ingresado, el día siguiente a las 22:15 horas, la coral del barrio
ofrecía un concierto.
Estamos
a 29. Visita matutina del doctor. Me ausculta y una sonrisa se dibuja
en sus labios y en sus ojos; me dice que esta tarde, después de
comer, puedo recoger el alta.
No
tengo coche, llamo a Juan y no puede, llamo a Lourdes y tampoco, así
hasta hablar con Cristina, ella puede, pero a las once o más, le
digo que perfecto. Quedo con ella, que le volveré a llamar cuando
sepa de algún lugar del barrio donde esperarla.
Son
las 22:15, entro en la iglesia de Sant Josep, empieza a sonar el
coro, es estimulante, bello sonido reconfortante. Me gusta. Acaba la
actuación. No he llamado a Cristina y ya son las once y veinte, me
apunto a tomar algo con los de la coral. Se van al casal del barrio,
picotean algo y brindan con cava, yo también.Pregunto si tienen un
teléfono, me dejan llamar. Cristina está molesta y con razón, pero
accede a venir a buscarme. Cada vez queda menos gente en el lugar del
picoteo, les cuento mi problema y mi larga historia, les digo que no
se preocupen, que ya espero fuera, pero una señora mayor, muy
amable, se ofrece a quedarse conmigo. Aún nos tomamos un par o tres
de copitas más.
No sé
si fueron las burbujas o mi estado emocional, pero me convenció para
que me apuntase al coro.
Llegué
a Barcelona bastante tarde, estaba agotado. Cristina ni siquiera
planteó acercarme a casa, fuimos directamente a la suya; no sé si
quería darme un premio o cobrárselo.