Pasadas
las navidades, se reemprendieron los ensayos del coro. Tras una breve
prueba, la directora me colocó con los tenores, me dijo que tenía
una voz preciosa, me asesoró sobre el funcionamiento del grupo y
recalcó que el objetivo es empastar y no sobresalir (¿empastar?).
La directora es preciosa, lejana, inaccesible.
Ya en
mi sitio, empiezo a escuchar, poco más tengo que hacer, no me sé
las canciones y mi lectura a primera vista es lamentable. Es curioso,
entre los tenores hay una chica, ella acerca su carpeta para que
pueda seguir la letra, ya que las notas pasan demasiado rápido para
mí. Entre canción y canción, algo de charrameca, agradable
alboroto, también veo que de vez en cuando hay gente que se gira
para mirarme, sobre todo una especialmente atractiva pelirroja de
pelo largo.
Al
acabar el ensayo, la directora me da unos cuantos papeles y la chica
tenor, Carmen, se ofrece para grabarme las voces de nuestra cuerda;
al oír su voz veo claro el motivo de su ubicación en la coral. Le
cuento que vivo en Barcelona y que, entre semana, difícilmente podré
recoger la grabación. Ella me comenta que está estudiando en
Barcelona y que podríamos quedar en cualquier lugar; acepto y
quedamos para el miércoles. No sólo fue un miércoles. Al tercer
miércoles la invité a cenar.
Llegué
temprano, decidí esperarla tomándome una estrella (Damm), la vi
llegar; despampanante, especialmente atractiva, con paso firme y
seguro se acercó a la mesa en la que me encontraba, iba con un
vestido minifalda de colores alegres y una coleta lateral que recogía
su precioso pelo rizado. Sonrisa. Después de cenar nos fuimos a
tomar algo a un bar de moda. Tomé la iniciativa (cosa rara en mí).
Nuestras lenguas se retorcían de manera acrobática y contorsionista
en nuestras bocas, mi cuerpo ardía, era una locura. Nunca conocí
a nadie que besara tan bien. Morreos kilométricos que me ponían a
cien, mis manos se movían con precisión en la parte más oscura del
bar, le invité a pasar la noche en mi casa y ella me dio unas
palmaditas sobre mi pene oculto y tenso, me dijo que hoy no era el
día, que no era el momento. Buf, buf. Me quedé algo decepcionado,
¿para qué tanto roce si no quería? No lo entiendo. ¿Hoy no es el
día? ¿Qué significa eso? ¿No es el momento?
Sin
rencor, sin reproches, pero herido en mi ego de seductor infalible
seguí yendo a los ensayos; no dejamos de hablarnos, pero nuestras
contorsionadas lenguas no volvieron a encontrarse en aquella época.
Tengo que olvidarlo.
Siempre
había un descanso, cada ensayo tenía su momento de relax donde la
gente hablaba de sus cosas; yo, como era mi costumbre, observaba,
pero no participaba demasiado.
Aquel
día, la pelirroja se acercó a mí y me empezó a hablar de los
grandes cantantes del bel canto, me preguntó si me
interesaría cultivar la voz, que por lo poco que me había podido
oír, me veía con posibilidades, que ella daba clases particulares
y que si me apetecía podríamos probar, de forma gratuita, la
primera. Eso me alegró la tarde y unas cuantas más.
Empecé
a ir a su casa, antes de los ensayos. El primer día, me hizo cantar
unas notas, me dijo que tenía (yo) la voz más bella que había oído
entre aquellas cuatro paredes. Estaba entusiasmado, entonces salió
de la habitación y regresó con sendos tés que tomamos con
parsimonia.
En los
breaks de los ensayos, Judit ya sólo hablaba casi exclusivamente
conmigo; noté que, en ocasiones, cuando se acercaba Carmen, se le
notaba cierta tensión (a Judit) y sacaba el tema de las clases para
mantenerla al margen de la conversación (poco a poco, Carmen dejó
de acercarse).
En el
mes de junio, un día luminoso, ella salió de la habitación del
piano, a la media hora de gorgoritos, como cada día. Volvió a
entrar con la acostumbrada bandeja de cada tarde pero, en esta
ocasión, había sustituido la tetera por una botella de ron y las
tazas por dos vasos con hielo – es mi cumple. Sirvió las copas y
se descalzó. Mientras hablábamos, me miraba fijamente y no paraba
de jugar con su largo cabello rojizo, iba cambiando su caída una vez
con la mano izquierda, lanzando su reluciente cabellera sobre su
hombro derecho y al rato con su mano derecha cambiaba el sentido de
su peinado al lado opuesto, me estaba poniendo a cien, excitado,
dispuesto y, por lo que vi, ella no me iba a la zaga; se abalanzó
sobre mí, nos besamos con pasión, puro fuego y ésta fue la primera
vez que sucedió: de repente, no sé de dónde, como si saliese de
otra persona, como si se tratase de una cacofonía que se había
enredado meses atrás en las cortinas del amplio salón del piano,
sonó aquella ridícula frase – hoy no es el día, no es el
momento. Sólo estábamos los dos y ésta fue la respuesta,
indudablemente mi respuesta a su ardiente pregunta. Estuvimos un
momento tendidos en el cálido suelo de haya, ella me miraba
sorprendida, yo me levanté y me fui, sin antes volver a recalcar que
no era el momento.
Al
siguiente ensayo, no apareció Carmen, no volvió, la echaba mucho de
menos, me gustaba su compañía, su olor. Las charlas con Judit eran
muy amenas y me gustaba mucho (ella) tanto su fuera, como su dentro.
Participé en el concierto de fin de año. Carmen estaba entre el
público, estuvimos hablando un buen rato y quedamos en llamarnos
alguna vez, un beso en la mejilla selló el trato. También me
despedí de Judit, a ella la besé en la boca, de manera dulce y
rápida. No volví al coro, pero seguí con mis clases de canto, pero
en Barcelona.
Pasaron
varios años, me saqué la carrera de canto y, aunque no he
triunfado, he participado en numerosas óperas y he dado algún que
otro concierto con piano. Actualmente me dedico a las clases e
imparto charlas sobre canto.
En los
primeros años, en alguna ocasión sonaba el teléfono y al descolgar
oía aquella voz de chica tenor. Incluso, en alguna ocasión,
quedábamos para tomar un café. Poco a poco dejamos de tener
cualquier tipo de contacto.
Aquellas
historias del pasado eran pasado, aquellas excursiones del año 86 se
borraron de mi mente. Ocasionalmente, algún nebuloso recuerdo vuelve
junto a una canción de Shakatak o Tito Duarte; en esas raras veces
que estas canciones forman parte del ruido de fondo, melancolía de
un pasado, que en ocasiones se detienen un segundo junto a mí y se
van sin dejar huella, cuando pasa este ángel y estoy con alguien, no
es raro que me pregunte ¿por qué sonríes?